Imaginemos esto: uno va y vota al candidato presidencial de su elección. Pasan las horas y los boca de urna lo muestran cabeza a cabeza con su principal oponente. Este es un candidato en el que uno confía, si no ciegamente, al menos en algunos principios básicos -ama a su país, quiere lo mejor para él. A veces, incluso, con excesivo celo. Este candidato no es el favorito de ciertas grandes corporaciones; otras lo respaldan. No es tampoco un miembro de la élite conservadora del país(new money) ni de la cofradía de Washington D.C. No tiene un pedigrí, por eso usted lo eligió: es un tipo común que supo hacerse rico, como manda la Constitución.
Este tipo, que en su opinión no tiene nada que ganar metiéndose en el barro de las intrigas pudiendo estar en su yate comiendo uvas, dice que hubo fraude. Que la rancia plutocracia operó un complot palaciego para dejarlo afuera. Los medios de comunicación y las plataformas digitales se niegan a transmitir sus mensajes, lo censuran en bloque y anuncian como ganador a su oponente, a pesar de que el conteo de votos no terminó, a pesar de las denuncias judiciales para volver a contar en los estados más reñidos. La élite de Hollywood, la élite de Washington DC, la élite de Silicon Valley,la élite de las universidades más exclusivas del mundo: festejan. Los campesinos, con sus gorras rojas y sus banderines, se miran desconcertados.
En campaña
‘Dios, patria, negocios’, tal podría ser la síntesis de la campaña de Trump. La empresa como unidad básica indivisible de la sociedad, en lugar de la familia, es una innovación interesante, una evolución de su campaña de 2016 y sofisticación de su investidura de candidato en tanto garante de los buenos negocios, entendidos como ventajosos para el lado estadounidense de la mesa.
La campaña de Biden, por el contrario, amparó a una coalición de identidades e intereses contrapuestos bajo el único valor en común: {No-Trump}. Un valor negativo cuyo combustible fundamental, y formidable, es el resentimiento: por la derrota de Hillary (nunca hay que subestimar el poder de las mujeres enojadas y organizadas), por los negocios truncados, por el vapuleo de la tradición, la interrupción del status quo. Así, organizaciones de Derechos Humanos, defensores de las minorías LGTTBI+ y de color, comunidades empobrecidas de las ciudades y suburbios, colectividades de inmigrantes, militaron codo a codo junto a las grandes corporaciones mediáticas, tecnológicas y bélicas a un hombre blanco, cristiano, y heterosexual proveniente del corazón mismo del establishment político. La créme de la créme.
La ‘reparación’ prometida no es otra cosa que la corrección del error del sistema que fue Trump, el alivio de la conservación del status quo luego de la irrupción de su hecho maldito.
Los analistas insisten en marcar una diferencia de color en el voto, y es notoria, pero también hay una distinción entre urbano y rural que es igual de decisiva: Trump ganó en la mayoría de los counties, aunque no alcanzó (por lo que se sabe hasta ahora) la mayoría de los votos. La densidad poblacional juega aquí un rol clave, y la homogeneidad racial en las regiones rurales también podría explicar la uniformidad del voto blanco. La novedad de la campaña republicana radica en la captura del voto latino, un público que la campaña del presidente fue a buscar con decisión y persistencia, y las madres blancas de los suburbios, interpeladas casi con desgano (“ustedes deberían votar por Trump sin que se lo tengamos que pedir, ¡ingratas!”). Como contrapartida, fueron las mujeres negras de los estados del sur quienes dieron a Biden la plataforma decisiva para su aparente victoria: las mismas mujeres que fueron desestimadas con la unción de Biden en las primarias demócratas, desplazando a Bernie Sanders, su candidato natural.
Estado de excepción y terrorismo cognitivo
Estados Unidos se encuentra ahora en una instancia de empate catastrófico en la correlación de fuerzas, que se traduce, en el plano electoral, como un juego del gallina.
Por un lado, Donald Trump -guiado por Steve Bannon, Roger Stone y la escuela del caos-, ha llevado el terrorismo cognitivo a su expresión más avanzada. Este dispositivo aplica el Experimento de Young o la doble rendija al comportamiento social, haciendo que un mismo elemento pueda manifestarse como dos realidades simultáneas, distintas y contradictorias. Un aleteo de plumas negras se agita en este período de incertidumbre prolongado, sostenido, cuando el fotón atraviesa las dos rendijas y es al mismo tiempo onda y partícula. El ganador es Biden pero no hay perdedor; o bien el ganador auténtico es Trump y el aparente es Biden. Ambas premisas son verdaderas en este momento, como el gato en la caja. Ambos ganadores, ninguno perdedor. Uno es partícula, el otro es onda. Ambos son el mismo fotón: el presidente electo.
Por otro lado, la máquina de Biden se sostiene sobre el fair play, las convenciones sociales y la tradición política sobre las que se sostiene el orden. Pero aquí vuelve a cosquillear una pluma negra, puesto que todas y cada una de esas convenciones han sido de-suspendidas y puestas en duda por el terrorismo cognitivo implementado por Trump. En efecto, instaló el estado de excepción en la instancia más sensible de la regla, que es la elección.
El normal desenvolvimiento del proceso electoral es lo que garantiza la continuidad del sistema, y para que fluya es necesario que la epojé —la suspensión de la duda— se encuentre sólida y saludable. Esta base de convenciones (acuerdos implícitos que se dan por sentado) es precisamente lo que horadó el dispositivo discursivo de Trump.
En efecto, la principal asunción de una elección estadounidense es: quien junta más votos, gana los electores del estado. Se trata entonces de un procedimiento bastante mecánico, lineal, aritmético: sumar los votos y anunciar los resultados. Lo que está poniendo en jaque Trump es, precisamente,qué votos se cuentan: ¿cuál es el criterio de legalidad? ¿Quién lo decide? ¿Cómo y cuándo se decide? ¿Es la palabra final?
El vacío de autoridad generado por esta estrategia es prácticamente infinito, al menos hasta llegar a la Corte Suprema, que es donde Trump tiene su as. Por lo tanto, puede entretener tantas variaciones como sea posible en cada estado, judicializando ad infinitum el resultado. Como una pinza, del otro lado tiene sus patotas paramilitares dispuestas a defender los votos trumpistas a los tiros, generando caos y protestas, miedo y destrucción pero, sobre todo, una acefalía, una falta de autoridad prolongada.
De este modo, pone a Biden entre la espada y la pared: si continúa la contienda, este estado se prolongará, siendo corresponsable del daño. Si concede y se retira, será el héroe silencioso, el adulto en la habitación, pero no presidente.
Y es aquí donde la premisa de votos = presidente se altera: tener los votos es condición necesaria pero no suficiente. La fórmula que plantea Trump es presidente = presidente y los votos son medios, ni siquiera el principal medio, puesto que son maleables al cambiar los criterios de validación.
Es por esto que el presidente es quien ocupe la Casa Blanca los próximos cuatro años, y no quien tenga los votos.
El equipo demócrata decidió no echarse atrás y duplicó la apuesta: los principales medios de comunicación lo declararon (¿decretaron?) ganador; felicitaciones de los mandatarios de todo el mundo no tardaron en llegar. Con la notable excepción del tándem sino-ruso y un puñado más de países no alineados, y la no-felicitación del primer mandatario de Israel (nunca usó la frase “presidente electo”; en cambio, felicitó personalmente a Trump por su campaña). Se procedió a escenificar la victoria, se dieron discursos, se hicieron memes.
Sin embargo, las autoridades de la Casa Blanca no activaron el traspaso, los papeles no se firmaron y los nombramientos están congelados. La maquinaria burocrática está en estado de espera y alerta. El titular de la oficina de investigaciones electorales renunció. Las demandas judiciales se acumulan en los escritorios locales y estatales, los empleados emprenden un nuevo recuento y los ciudadanos protestan frente a ellos. Trump permanece en silencio (y silenciado, tanto por los medios que dieron vencedor a Biden y censurado por las plataformas digitales) mientras su abogado, el exalcalde de Nueva York Rudy Giuliani, anticipa misteriosamente un plot twist contundente.
Inmunes a ello, los analistas demócratas redactan largas y amargadas cartas de desamor a la ciudadanía. La victoderrota del escaso margen los ha dejado decepcionados, birlados de su éxtasis triunfal. Oscilan entre el paternalismo y el insulto al electorado; redoblan la demonización de Trump y se consuelan con los primeros representantes de diversas minorías en llegar a los cargos públicos por la vía electoral.
Como bien demostró Alexandria Ocasio-Cortez, la agenda progresista es bien competitiva. Por lo tanto, no es un problema de policy.
Quizás, si se nos permite el atrevimiento, nos vemos animados a aconsejar un baño de humildad y autocrítica, como tocó hacer a los peronistas en Argentina luego de la derrota electoral en 2015, en lugar de proyectar culpables afuera e insultar al electorado. Derrotadas por su propio microclima, engañadas por su propio espejismo, las fuerzas progresistas necesitan regenerarse y oxigenarse orgánicamente para permanecer relevantes. Así, y sólo así, estará capacitada para ganar los espacios allí donde se disputan y no, como hoy, en donde se los imaginan.