martedì, 21 Marzo
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Trump, Estados Unidos y el Imperio de Augusto

¿Acaso somos Roma?, se preguntó Cullen Murphy en el año 2007 (!). Su preocupación central al escribir este libro era la reconfiguración del país (Estados Unidos) post-11 de septiembre. El autor construyó un alegato cargado de erudición, aunque cuestionable desde varios puntos de vista —principalmente, la diferencia en el sistema económico pre y post capitalista, el colonialismo americano como fenómeno específico, y el dominio bélico estadounidense sin anexamiento de territorios—.

En su texto, la analogía de Roma con Estados Unidos consiste básicamente en la decadencia y caída de un imperio cuyas causas principales serían dos, una externa —la pobre defensa de las fronteras— y una interna, a saber, el estancamiento cultural y económico. Concluye con que esto último no va a pasarle a EEUU a cuenta de sugenio inventivo que está permanentemente en estado de dinámica renovación” (parafraseando), algo que, en rigor, podría imputarse al sistema capitalista más que a un “ADN nacional”.

Si bien la pregunta por la decadencia de la patria es un tropos atemporal, ubicuo, universal, así como un rico sustrato para la creación de mitos, es legítimo alojar la pregunta de Murphy en la coyuntura actual de su país. Llegó la hora en que los dos universos paralelos converjan, y sólo uno sobrevivirá.

En la madrugada del domingo 15 de noviembre, bajo la luna nueva en Escorpio, las milicias neofascistas (Proud Boys) y la resistencia civil (BLM, Antifa) se enfrentaron en las calles. La policía tuvo un rol menor y pasivo, no se sabe si por la parálisis de las cúpulas o por intención manifiesta de liberar la zona, especialmente en Washington D.C. El Presidente Trump, interpelando tarde y mal (después de los desmanes, vía Twitter) a la alcaldesa de la ciudad —mujer, negra y demócrata— para que intervenga, hace pensar en una orden de liberar la zona que salteó rangos y puso a su enemigo político en un spotlight nada halagador.

Fue muy impactante ver la maquinaria de guerra del trumpismo en acción: mientras se desarrollaban los eventos, clips de videos capturados con celulares, recortados y enmarcados en un relato demonizador de BLM y Antifa, se viralizaban febrilmente por las redes sociales. Los medios afines potenciaban y robustecían el marco de la historia. El presidente tuiteaba mientras Twitter lo censuraba, haciendo más evidente la intervención de los medios hegemónicos en su contra. Los grandes medios, a.ka. “the Silent Media”, cayeron en la volteada: también forman parte de la trama corrupta y ahora “quedaron en evidencia”. Es que el trumpismo conoce sus tiempos, chequear las fuentes, datos, obtener citas de especialistas. Para cuando todo terminase, habría largos y sesudos análisis en el New York Times y el Washington Post.

Mientras tanto, en un auténtico blitzkrieg digital, Proud Boys y Antifa se convirtieron en Trending Topics, ambos con igual contenido: los primeros, héroes; los otros, terroristas. La velocidad y sincronicidad de los tweets de millones de cuentas reales fue contundente.

Así, con un bisturí milimétrico y premeditado, este relato transmedia, multidimensional, se desplegó en iteraciones coordinadas y se impuso ante el atronador silencio del lado contrario. Ni un solo contraataque, ni un hashtag, ni una nota en un website de segunda categoría, ni una acción coordinada entre las figuras del Partido Demócrata y aliados. Nada. ¿Acaso Joe Biden dormía?

En vista de los daños realizados, del corrimiento de tantos límites, de la violación o torsión de tantas reglas, es pertinente preguntarnos si seguimos en el ámbito de la política o si estamos frente a otra cosa. Ciertamente, otro juego con otras reglas requiere otro nombre. Pero, ¿qué es esta cosa que estamos viendo surgir ante nuestras narices, desplegarse, adquirir masa y volumen?

Porque algo está naciendo. No muriendo, no cayendo. «El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos». Los analistas anti-Trump aventuraron la hipótesis de un auto-golpe de Estado, pero quizás sea más que eso.

Retomando la pregunta de Cullen Murphy, podríamos responder que , somos (son) Roma, pero no en el 476 ni 1453, sino en el 27 a.C. Somos espectadores de lujo de la transición de República a Imperio, salteando —eso sí— las torpezas de Julio César para articular directamente con la figura del primer Emperador legítimo, es decir, validado por otro Poder (Senado/Corte Suprema): Augusto. Con el favor de sus tropas, apoyo popular y político, Donald Trump encara un proyecto de evolución de Estados Unidos de América. En este proyecto, aniquilar las legitimidad del proceso electoral es sólo un primer paso. Deslindar la voluntad popular del acto de votar y atarla, en su lugar, a la voluntad divina y al Destino Manifiesto (la misma cosa): un paso necesario pero no suficiente para llevar aAmericaal siguiente nivel.

¿Cuál es el siguiente nivel? Podría aventurarse la hipótesis de que se trata de un fortelecimiento frente a la sombra que proyecta sobre Occidente el tándem sino-ruso. En efecto, estos dos actores actúan de manera sincronizada, uniendo sus fortalezas —China: el capital; Rusia: habilidad política, inteligencia y estrategia— para acelerar el nuevo equilibrio geopolítico multipolar. Ante ellos, Estados Unidos sólo cuenta como aliados con una Europa descompuesta, fragmentada; e Israel, que sólo está al servicio de Israel. Por lo tanto, es factible considerar una hipótesis de robustecimiento interno.

Ahora bien, una objeción válida: dadas las buenas relaciones de Putin con Trump, cabe preguntarse qué interés político podría tener al ayudar a su amigo a triunfar en las elecciones. Es probable que Putin favorezca, como ha hecho de manera consistente en los conflictos de su región y Oriente Medio, los liderazgos fuertes. Pero fortalecer a su principal enemigo, ¿qué beneficios podría acarrearle?

En principio, podría pensarse en una preferencia por descarte: lidiar con un jefe real es más fácil que con un portavoz de intereses en la sombra. En segundo lugar, una polarización más cristalina es más eficaz, sirve mejor a los fines de construir justificaciones hacia adentro. Un buen villano, un otro irreductible, un chivo expiatorio llegado el caso, un enemigo claro siempre es útil. Moviliza, motiva, tonifica y unifica.

En tercer lugar, un triunvirato para la dominación mundial es una gran idea porque siempre hay desequilibrio, es decir, si llegara a surgir demasiado antagonismo entre dos partes, siempre está la tercera para mediar o contrarrestar. Los tres estarán de acuerdo en que un concordato entre poderes ejecutivos es la mejor opción para prevenir la hipótesis de tener que ungir un poder legislativo supranacional, ya que nunca se sabe cuándo una autoridad global será necesaria o reclamada.

Asimismo, el avance de las plataformas digitales como árbitros con injerencia directa en los eventos nacionales y locales tampoco les debe hacer ninguna gracia. Entonces, para recapitular, sería un triunvirato para prevenir el surgimiento de alguna institución con jurisdicción legal a nivel supra-nacional y la avanzada del capital globalizado, siempre en tensión con el Estado Nacional.

Para ponerse a tono con las circunstancias, entonces, no es ilógico que Estados Unidos busque aplanar sus diferencias internas, apagar los focos de disenso, homogeneizar la identidad nacional y, a fin de cuentas, poner a todo el mundo en la misma página, “devolviendo” los reclamos identitarios y las críticas eruditas a los fringes universitarios, organizaciones juveniles y fanzines culturales.

El problema con este proyecto —previsible— es que todo sueño imperial acaba mal. Los delirios de grandeza, ya sea de un hombre, un grupo, o un pueblo, terminan —en el mejor de los casos— eliminando los grises, anulando las sutilezas, aplanando las dimensiones de la experiencia humana. Y, si de algo ’sirven’ los movimientos identitarios, es para reivindicar justamente toda esa paleta de colores, todo el arcoriris. La asfixia de la jaula de hierro, de la eficiencia sin fisuras del Estado y el Capital, que tan exquisitamente describieran Max Weber y Franz Kafka, entre otros (o Aldous Huxley, Ray Bradbury, George Orwell), se cierne sobre nuestras cabezas. Nos toca decidir, en medio de una pandemia inédita, qué es un mundo vivible, respirable; qué es la riqueza o el lujo y cómo se distribuye; qué es, en suma, una plataforma viable para que cada subjetividad sea alojada sin ser sobrescrita, expulsada o aniquilada.

Si acaso este nuevo imperio lograra reflejar las prácticas de su antecedente romano, articulando el soft power de su dominio cultural con el relajamiento punitivo suficiente para garantizar los derechos individuales, retirando las tropas de las naciones invadidas, reformando las instituciones represivas como la Policía, facilitando el acceso a la salud, la vivienda y la educación, incorporando la agenda medioambiental e invirtiendo en infraestructura para generar empleo de calidad – ¿tendría, siquiera, opositores? No es el caso de Trump ni de Biden, claramente; pero quizás lo sea, por inspiración o por cálculo, el de su sucesor.

Florencia Benson
Florencia Benson
Sociologa all'Università di Buenos Aires, professore di Scienze economiche e politiche della Facoltà di Design e Comunicazione dell'Università di Palermo (Buenos Aires), e analista politico collaboratrice di molte testate, tra le quali ‘Le Monde Diplomatique’ e ‘Clarín’
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